Recuerdo una ocasión en que las palabras de alguien me inyectaron la fuerza que necesitaba para seguir viviendo; otra vez, al abrazarme solidariamente un amigo sentí que Cristo me animaba y consolaba. En otra ocasión recibí el agradecimiento de alguien que se inspiró en mí para cambiar el curso de su vida. A mi mente vino también la sonrisa de un desconocido cuyo gesto iluminó una dolorosa oscuridad que me invadía haciendo mi día rico y productivo. También recordé cuando al compartir con mi padre la carrera que deseaba seguir me respondió despectivamente enfatizando las probabilidades de fracaso de esa ocupación. Al escucharlo sentí que algo en mi moría. Concluí que muchas veces, quizá más irreflexivamente que intencionalmente, sembramos vida o damos muerte..
La Iglesia es evangelizadora por naturaleza. La Iglesia es madre, maestra y familia de familias. San Juan Pablo II insistía en que la familia es la “iglesia doméstica.” La familia es el lugar donde se aprende, se vive y se interpreta la fe (DGC 226-227; CCE 2222-2226).. Por ende, toda la familia está llamada a ser santa (Mateo 5,48; Lumen gentium 39- 42).
por Arturo Monterrubio
Hace más de veinte años, leímos en nuestro boletín dominical un mensaje que precisamente pedía un hogar para los que sufren, un hogar para aquellos que no lo tienen. Pedía abrir nuestro hogar a niños que habían sido abandonados, con necesidades especiales, que habían sufrido de adicciones, discapacidad y que necesitaban una familia que los recibiera como uno de ellos “como uno que me pertenece” (Novo millennio ineunte 43). Al aceptar la invitación, empezó una jornada llena de emoción, gozo, esperanza y sufrimiento, que aún no ha terminado.
Un domingo, en medio de los preparativos para la catequesis, unos padres de familia se acercaron y compartieron conmigo lo difícil que era llevar a sus hijos a la catequesis. Preguntaron: "¿Cómo podemos animarlos?".
Un domingo, en medio de los preparativos para la catequesis, unos padres de familia se acercaron y compartieron conmigo lo difícil que era llevar a sus hijos a la catequesis. Preguntaron: "¿Cómo podemos animarlos?".
Un domingo, en medio de los preparativos para la catequesis, unos padres de familia se acercaron y compartieron conmigo lo difícil que era llevar a sus hijos a la catequesis. Preguntaron: "¿Cómo podemos animarlos?".
“De manera que ya no son dos, sino uno solo” (Mateo 19:6)
En la historia de la humanidad se han escrito un sinnúmero de poemas, canciones y libros sobre el amor. Hoy en día, vivimos en un mundo donde el amor conyugal se ha convertido en un simple sentimiento, pasión, atracción o romance. Sin embargo el amor entre un hombre y una mujer, el amor de una pareja, es mucho más que un sentimiento pasajero.
Me duele mucho ver que nuestros hijos están bombardeados por los medios de comunicación, que presentan una idea equivocada de la sexualidad reducida solo al plano biológico e instintivo. Se les presenta como una búsqueda de placer desconectada de un compromiso personal y afectivo. En cambio, la sexualidad vivida en el matrimonio cristiano es preciosa y buena porque es reflejo de un amor inmenso y total entre los esposos, como el amor de Cristo por su Iglesia. La sexualidad es el mejor modo de comunicarnos como esposos, la forma más perfecta de decirnos: te amo. “La sexualidad es fuente de alegría y agrado” (Gaudim et Spes 49). Para conseguirlo, hay que saber integrar en la sexualidad, todos los aspectos del amor matrimonial, lo sobrenatural, instintivo, biológico, afectivo, y lo espiritual.
Somos misioneros en un mundo que necesita amor y la familia es el seno en donde se forma y alimenta ese amor para llevarlo a todas partes. En muchos hogares en la actualidad vivimos muy ocupados con la rutina diaria del trabajo, escuela y otras obligaciones. Nos olvidamos del tiempo para compartir y alimentar el amor familiar. El Papa Francisco en una audiencia general de enero reflexionó sobre los efectos de la ausencia de los padres en los hijos y en las graves consecuencias de una sociedad que, en la práctica, está formada por niños y adolescentes “huérfanos”.
Sabía que era un día especial. Su hijo y su esposa tenían cita con el ginecólogo para el examen mensual y el ultrasonido para averiguar el sexo de su bebé. David y Jessica vivían en otro estado del país. Tenían casi siete años de casados y hasta hace pocos meses habían podido concebir por primera vez. El teléfono sonó. Del otro lado se encontraba su hijo, su voz llena de gozo: ¡Mamá, ya sabemos el sexo del bebé! La madre respondió, espera, no me lo digas, voy a llamar a todos para que te escuchen. La madre llamó a su esposo y a los otros hijos. ¡Es David! ¡Vengan para que nos dé la noticia juntos! Todos llegaron y se reunieron alrededor del teléfono. La madre agregó, ¡ya estamos todos, hijo! David dijo, bueno, les quiero informar que todo va muy bien con el embarazo y… que vamos a tener… ¡un niño! La reacción no se hizo esperar, todos gritaron y aplaudieron con alegría. Hubo abrazos de felicitaciones y hasta algunas lágrimas de gozo por la noticia. No cabía ninguna duda, este bebé era ya amado y esperado con mucho gozo y anticipación.