por Arturo Monterrubio
Hace más de veinte años, leímos en nuestro boletín dominical un mensaje que precisamente pedía un hogar para los que sufren, un hogar para aquellos que no lo tienen. Pedía abrir nuestro hogar a niños que habían sido abandonados, con necesidades especiales, que habían sufrido de adicciones, discapacidad y que necesitaban una familia que los recibiera como uno de ellos “como uno que me pertenece” (Novo millennio ineunte 43). Al aceptar la invitación, empezó una jornada llena de emoción, gozo, esperanza y sufrimiento, que aún no ha terminado.